Docentes que enseñan en penales, por las noches y en centros de educación especial muestran su valiosa labor diaria. Esta es una profesión que debe revalorarse en todo el país.

Claudio no sabía que el día en que aprendería a sumar, se iría –por fin– de la cárcel. Recién lo supo cuando un portador de la noticia apareció en su aula gritando: «¡Te vas, te vas!». Alertados por la escena, los estudiantes dejaron de mirar al profesor David Uscapi y convirtieron en protagonista al interno con más edad de la clase, a ese hombre de 65 años que solo quería entender los números.

David escuchó el diálogo entre sus alumnos y comprendió el mensaje: Claudio se tenía que ir del salón y del penal de Lurigancho. Era libre otra vez.

En su salón de segundo de primaria del Centro de Educación Básica Alternativa (CEBA) Manuel González Prada quedan 12 estudiantes. No llevan uniformes, cuentan con un delegado, deben usar cuadernos y tienen entre 25 y 58 años. Casi la mitad no sabe leer, ni escribir. Esa es la lucha de David.

Los lunes, martes y jueves, este docente de 35 años llega al penal más hacinado del país para brindar uno de los servicios que más necesitan sus inquilinos: la educación. Aparece a las 2:00 p.m., pasa por las revisiones, controles y miradas de los agentes de seguridad hasta llegar a las aulas.

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El maestro David Uscapi

Por la mañana, el maestro de primaria trabaja en un colegio privado con niños de 8 años y por las tardes, con hombres que cumplen sentencias por robo, posesión de drogas o hurto. «No me fijo en lo que hizo la persona, finalmente, es un ser humano. He aprendido a quitarme la máscara, creyendo que son violentos», dice. Este profesional, en medio de los barrotes, ha encontrado el agradecimiento que no siempre se percibe en la educación básica regular.

Uscapi más de una vez evaluó huir del penal, abandonar esa labor. La falta de costumbre le jugaba en contra. Sin embargo, hoy considera que este es un derecho al que no se les debe privar. Así, este maestro pasea por los pabellones explicando cuál es el beneficio del estudio. Hay días en los que tiene más suerte.

Milagritos García Paredes también busca alumnos. Cuando se inicia el año, junto a otras docentes, pasea por las calles de la zona de Malambito, en Barranco, pegando avisos. Invita a que vuelvan a estudiar

«Estar en el aula es entrar a un campo de batalla donde los que están no son tus enemigos», reflexiona. Este encuentro amistoso tiene como escenario el CEBA José María Eguren, de dicho distrito. Y se da en dos horarios: a las 4:00 p.m. (vespertino) y luego a las 6:00 p.m (nocturno).

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CLASES DE NOCHE. Milagritos enseña en dos colegios.

En marzo pasado, la caída de huaicos en Chosica dejó el distrito en emergencia y al aula de la profesora Milagritos casi sin alumnos. La mayoría de ellos, soldados de la Fuerza Aérea del Perú, tuvieron que acudir a la zona del desastre. En las carpetas quedaron el resto de estudiantes dedicados a las labores del hogar, al servicio de taxi y construcción civil.

«Por ser mayores, quieren aprender más. Lo más gratificante es ver que mis alumnos lograron lo que buscaron y no dejaron las clases», comenta.

A este CEBA, además de este grupo, también conocido como la escuela «nocturna», le acompaña el horario vespertino dirigido a adolescentes –desde los 15 años– que ya superaron la edad para el nivel que les corresponde. ¿Los motivos? Viajes, repitencia, problemas familiares. Ellos son los que avanzan un grado cada año para culminar en cuarto de media. Ya no hace falta que lleguen al quinto. Algunos también tienen problemas de conducta.

Hace más de 10 años, la maestra de Ciencias Sociales tiene que laborar en dos colegios. La rutina comienza a las 6:00 a.m. cuando acude a un centro educativo particular. Por la tarde, un breve receso le permite almorzar; luego, llega al CEBA. A las 10:00 p.m. vuelve por fin a su casa tratando de recuperar el tiempo perdido con su hija que ya es adolescente.

Vocación y experiencia

A la profesora Elsa Epinoza se le habla frente a frente. Ella no tiene reparos en advertir al interlocutor, a sus alumnos o a los padres que no le deben hablar cuando esté de espaldas. Ella necesita leer sus labios.

Por mi experiencia, sé cómo son los niños, me identifico con ellos. Sé lo que pasan y conozco lo importante que es un maestro y la familia», cuenta en el Centro de Educación Básica Especial (CEBE) La Sagrada Familia, de Magdalena.

Cuando tenía 3 años le detectaron disfunción neurosensorial profunda bilateral (sordera) que si bien le obligó a usar audífonos o aprender a leer los labios no resultó una dificultad para estudiar en un colegio regular y culminar la carrera de Educación Especial.

Hoy lo aprendido se lo retribuye a niños con síndrome de Down, autismo o parálisis cerebral. Lo hace por vocación y por casi 1.200 soles. Allí trabaja para que sus alumnos sean mejor que ella. «Espero que sean felices con lo que puedan hacer».

Fuente: Diario La República